jueves, 8 de julio de 2021

Susana Thénon

 MOHAMMED KAFKA LIBRERO

-¿O Thyself?
agotado
100.000 ejemplares en dos meses
-¿y Cowself?
-en edición bilingüe
copto-húngaro
con el copto se puede
hay unos cursos
dicen que se parece mucho al québecois
claro
nada como Cowself en sajón medio
pero voló
lisa y llanamente
no ha quedado ni uno
puedo ofrecerle en cambio
el Quijote de Avellaneda
-¿cómo hago con Cowself?
-o porno complutense
siglo XII you know
después tengo en oferta
una partida de Arthur Hailey Opera Omnia en rústica
Las Vidas Paralelas Se Onanisman
del Pseudo Plutonio y como si eso  fuera poco
dos peines de bolsillo  un sacacorcho una
estampita de Lutero

solo por el día de hoy

 

Jonathan Swift

 

Una modesta proposición:

Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean

una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público

A Modest Proposal

Jonathan Swift

Dublín, Irlanda, 1729

Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de las cabañas atestados de mendigos del sexo femenino, seguidos de tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas madres, en vez de hallarse en condiciones de trabajar para ganarse la vida honestamente, se ven obligadas a perder su tiempo en la vagancia, mendigando el sustento de sus desvalidos infantes: quienes, apenas crecen, se hacen ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Pretendiente en España, o se venden a sí mismos en las Barbados.

Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este número prodigioso de niños en los brazos, sobre las espaldas o a los talones de sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el deplorable estado actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; y por lo tanto, quienquiera que encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer de ellos miembros cabales y útiles del estado, merecería tanto agradecimiento del público como para tener instalada su estatua como protector de la Nación.

Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer solamente por los niños de los mendigos declarados: es de alcance mucho mayor y tendrá en cuenta el número total de infantes de cierta edad nacidos de padres que de hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra caridad en las calles.

Por mi parte, habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años sobre este importante asunto, y sopesado maduradamente los diversos planes de otros proyectistas, siempre los he encontrado groseramente equivocados en su cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido durante un año solar por la leche materna y poco alimento más; a lo sumo por un valor no mayor de dos chelines o su equivalente en mendrugos, que la madre puede conseguir ciertamente mediante su legítima ocupación de mendigar. Y es exactamente al año de edad que yo propongo que nos ocupemos de ellos de manera tal que en lugar de constituir una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y vestido por el resto de sus vidas, contribuirán por el contrario a la alimentación, y en parte a la vestimenta, de muchos miles.

Hay además otra gran ventaja en mi plan, que evitará esos abortos voluntarios y esa práctica horrenda, ¡cielos!, ¡demasiado frecuente entre nosotros!, de mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando a los pobres bebés inocentes, no sé si más por evitar los gastos que la vergüenza, lo cual arrancaría las lágrimas y la piedad del pecho más salvaje e inhumano.

El número de almas en este reino se estima usualmente en un millón y medio, de éstas calculo que puede haber aproximadamente doscientas mil parejas cuyas mujeres son fecundas; de ese número resto treinta mil parejas capaces de mantener a sus hijos, aunque entiendo que puede no haber tantas bajo las actuales angustias del reino; pero suponiéndolo así, quedarán ciento setenta mil parideras. Resto nuevamente cincuenta mil por las mujeres que abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedad antes de cumplir el año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres nacidos anualmente: la cuestión es entonces, cómo se educará y sostendrá a esta cantidad, lo cual, como ya he dicho, es completamente imposible, en el actual estado de cosas, mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura; ni construimos casas (quiero decir en el campo) ni cultivamos la tierra: raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años, excepto cuando están precozmente dotados, aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes, época durante la cual sólo pueden considerarse aficionados, según me ha informado un caballero del condado de Cavan, quien me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la edad de seis, ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por la más pronta competencia en ese arte.

Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o muchacha no es mercancía vendible antes de los doce años; e incluso cuando llegan a esta edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona como máximo en la transacción; lo que ni siquiera puede compensar a los padres o al reino el gasto en nutrición y harapos, que habrá sido al menos de cuatro veces ese valor.

Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias reflexiones, que espero no se prestarán a la menor objeción.

Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un ragout.

Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya calculados, veinte mil se reserven para la reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán machos; lo que es más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los puercos; y mi razón es que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy estimada por nuestros salvajes, en consecuencia un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino; aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos; y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.

He calculado que como término medio un niño recién nacido pesará doce libras, y en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará las veintiocho.

Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.

Todo el año habrá carne de infante, pero más abundantemente en marzo, y un poco antes o después: pues nos informa un grave autor, eminente médico francés, que siendo el pescado una dieta prolífica, en los países católicos romanos nacen muchos mas niños aproximadamente nueve meses después de Cuaresma que en cualquier otra estación; en consecuencia, contando un año después de Cuaresma, los mercados estarán más abarrotados que de costumbre, porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a uno en este reino: y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el número de papistas entre nosotros.

Ya he calculado el costo de crianza de un hijo de mendigo (entre los que incluyo a todos los cabañeros, a los jornaleros y a cuatro quintos de los campesinos) en unos dos chelines por año, harapos incluidos; y creo que ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo, del cual, como he dicho, sacará cuatro fuentes de excelente carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia familia a comer con él. De este modo, el hacendado aprenderá a ser un buen terrateniente y se hará popular entre los arrendatarios; y la madre tendrá ocho chelines de ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.

Quienes sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el cuerpo; con la piel, artificiosamente preparada, se podrán hacer admirables guantes para damas y botas de verano para caballeros elegantes.

En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este propósito pueden establecerse en sus zonas más convenientes, y podemos estar seguros de que carniceros no faltarán; aunque más bien recomiendo comprar los niños vivos y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos para asar los cerdos.

Una persona muy respetable, verdadera amante de su patria, cuyas virtudes estimo muchísimo, se entretuvo últimamente en discurrir sobre este asunto con el fin de ofrecer un refinamiento de mi plan. Se le ocurrió que, puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por exterminar sus ciervos, la demanda de carne de venado podría ser bien satisfecha por los cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no mayores de catorce años ni menores de doce; ya que son tantos los que están a punto de morir de hambre en todo el país, por falta de trabajo y de ayuda; de éstos dispondrían sus padres, si estuvieran vivos, o de lo contrario, sus parientes más cercanos. Pero con la debida consideración a tan excelente amigo y meritorio patriota, no puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque en lo que concierne a los machos, mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente experiencia, que la carne era generalmente correosa y magra, como la de nuestros escolares por el continuo ejercicio, y su sabor desagradable; y cebarlos no justificaría el gasto. En cuanto a la mujeres, creo humildemente que constituiría una pérdida para el público, porque muy pronto serían fecundas; y además, no es improbable que alguna gente escrupulosa fuera capaz de censurar semejante práctica (aunque por cierto muy injustamente) como un poco lindante con la crueldad; lo cual, confieso, ha sido siempre para mí la objeción más firme contra cualquier proyecto, por bien intencionado que estuviera.

Pero a fin de justificar a mi amigo, él confesó que este expediente se lo metió en la cabeza el famoso Psalmanazar, un nativo de la isla de Formosa que llegó de allí a Londres hace más de veinte años, y que conversando con él le contó que en su país, cuando una persona joven era condenada a muerte, el verdugo vendía el cadáver a personas de calidad como un bocado de los mejores, y que en su época el cuerpo de una rolliza muchacha de quince años, que fue crucificada por un intento de envenenar al emperador, fue vendido al Primer Ministro del Estado de Su Majestad Imperial y a otros grandes mandarines de la corte, junto al patíbulo, por cuatrocientas coronas. Ni en efecto puedo negar que si el mismo uso se hiciera de varias jóvenes rollizas de esta ciudad, que sin tener cuatro peniques de fortuna no pueden andar si no es en coche, y aparecen en el teatro y las reuniones con exóticos atavíos que nunca pagarán, el reino no estaría peor.

Algunas personas de espíritu agorero están muy preocupadas por la gran cantidad de pobres que están viejos, enfermos o inválidos, y me han pedido que dedique mi talento a encontrar el medio de desembarazar a la nación de un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me aflige en absoluto, porque es muy sabido que esa gente se está muriendo y pudriendo cada día por el frío y el hambre, la inmundicia y los piojos, tan rápidamente como se puede razonablemente esperar. Y en cuanto a los trabajadores jóvenes, están en una situación igualmente prometedora; no pueden conseguir trabajo y desfallecen de hambre, hasta tal punto que si alguna vez son tomados para un trabajo común no tienen fuerza para cumplirlo; y entonces el país y ellos mismos son felizmente librados de los males futuros.

He divagado excesivamente, de manera que volveré al tema. Me parece que las ventajas de la proposición que he enunciado son obvias y muchas, así como de la mayor importancia.

En primer lugar, como ya he observado, disminuiría grandemente el número de papistas que nos invaden anualmente, que son los principales engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos; y que se quedan en el país con el propósito de entregar el reino al Pretendiente, esperando sacar ventaja de la ausencia de tantos buenos protestantes, quienes han preferido abandonar el país antes que quedarse en él pagando diezmos contra su conciencia a un cura episcopal.

Segundo, los más pobres arrendatarios poseerán algo de valor que la ley podrá hacer embargable y que les ayudará a pagar su renta al terrateniente, habiendo sido confiscados ya su ganado y cereales, y siendo el dinero algo desconocido para ellos.

Tercero, puesto que la manutención de cien mil niños, de dos años para arriba, no se puede calcular en menos de diez chelines anuales por cada uno, el tesoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil libras por año, sin contar el provecho del nuevo plato introducido en las mesas de todos los caballeros de fortuna del reino que tengan algún refinamiento en el gusto. Y el dinero circulará sólo entre nosotros, ya que los bienes serán enteramente producidos y manufacturados por nosotros.

Cuarto, las reproductoras constantes, además de ganar ocho chelines anuales por la venta de sus niños, se quitarán de encima la obligación de mantenerlos después del primer año.

Quinto, este manjar atraerá una gran clientela a las tabernas, donde los venteros serán seguramente tan prudentes como para procurarse las mejores recetas para prepararlo a la perfección, y consecuentemente ver sus casas frecuentadas por todos los distinguidos caballeros, quienes se precian con justicia de su conocimiento del buen comer: y un diestro cocinero, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se las ingeniará para hacerlo tan caro como a ellos les plazca.

Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el matrimonio, que todas las naciones sabias han alentado mediante recompensas o impuesto mediante leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres hacia sus hijos, al estar seguras de que los pobres niños tendrían una colocación de por vida, provista de algún modo por el público, y que les daría una ganancia anual en vez de gastos. Pronto veríamos una honesta emulación entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado al niño más gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo tanto como atienden ahora a sus yeguas, sus vacas o sus puercas cuando están por parir; y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (práctica tan frecuente) por temor a un aborto.

Muchas otras ventajas podrían enumerarse. Por ejemplo, la adición de algunos miles de reses a nuestra exportación de carne en barricas, la difusión de la carne de puerco y el progreso en el arte de hacer buen tocino, del que tanto carecemos ahora a causa de la gran destrucción de cerdos, demasiado frecuentes en nuestras mesas; que no pueden compararse en gusto o magnificencia con un niño de un año, gordo y bien desarrollado, que hará un papel considerable en el banquete de un Alcalde o en cualquier otro convite público. Pero, siendo adicto a la brevedad, omito esta y muchas otras ventajas.

Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían compradoras habituales de carne de niño, además de otras que la comerían en celebraciones, especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín se colocarían anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del reino (donde probablemente se venderán algo más barato) las restantes ochenta mil.

No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse razonablemente contra esta proposición, a menos que se aduzca que la población del Reino se vería muy disminuida. Esto lo reconozco francamente, y fue de hecho mi principal motivo para ofrecerla al mundo. Deseo que el lector observe que he calculado mi remedio para este único y particular Reino de Irlanda, y no para cualquier otro que haya existido, exista o pueda existir sobre la tierra. Por consiguiente, que ningún hombre me hable de otros expedientes: de crear impuestos para nuestros desocupados a cinco chelines por libra; de no usar ropas ni mobiliario que no sean producidos por nosotros; de rechazar completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo exótico; de curar el derroche de engreimiento, vanidad, holgazanería y juego en nuestras mujeres; de introducir una vena de parsimonia, prudencia y templanza; de aprender a amar a nuestro país, en lo cual nos diferenciamos hasta de los lapones y los habitantes de Tupinambú; de abandonar nuestras animosidades y facciones, de no actuar más como los judíos, que se mataban entre ellos mientras su ciudad era tomada; de cuidarnos un poco de no vender nuestro país y nuestra conciencia por nada; de enseñar a los terratenientes a tener aunque sea un punto de compasión de sus arrendatarios. De imponer, en fin, un espíritu de honestidad, industria y cuidado en nuestros comerciantes, quienes, si hoy tomáramos la decisión de no comprar otras mercancías que las nacionales, inmediatamente se unirían para trampearnos en el precio, la medida y la calidad, y a quienes por mucho que se insistiera no se les podría arrancar una sola oferta de comercio honrado.

Por consiguiente, repito, que ningún hombre me hable de esos y parecidos expedientes, hasta que no tenga por lo menos un atisbo de esperanza de que se hará alguna vez un intento sano y sincero de ponerlos en práctica. Pero en lo que a mí concierne, habiéndome fatigado durante muchos años ofreciendo ideas vanas, ociosas y visionarias, y al final completamente sin esperanza de éxito, di afortunadamente con este proyecto, que por ser totalmente novedoso tiene algo de sólido y real, trae además poco gasto y pocos problemas, está completamente a nuestro alcance, y no nos pone en peligro de desagradar a Inglaterra. Porque esta clase de mercancía no soportará la exportación, ya que la carne es de una consistencia demasiado tierna para admitir una permanencia prolongada en sal, aunque quizá yo podría mencionar un país que se alegraría de devorar toda nuestra nación aún sin ella.

Después de todo, no me siento tan violentamente ligado a mi propia opinión como para rechazar cualquier plan propuesto por hombres sabios que fuera hallado igualmente inocente, barato, cómodo y eficaz. Pero antes de que alguna cosa de ese tipo sea propuesta en contradicción con mi plan, deseo que el autor o los autores consideren seriamente dos puntos. Primero, tal como están las cosas, cómo se las arreglarán para encontrar ropas y alimentos para cien mil bocas y espaldas inútiles. Y segundo, ya que hay en este reino alrededor de un millón de criaturas de forma humana cuyos gastos de subsistencia reunidos las dejaría debiendo dos millones de libras esterlinas, añadiendo los que son mendigos profesionales al grueso de campesinos, cabañeros y peones, con sus esposas e hijos, que son mendigos de hecho: yo deseo que esos políticos que no gusten de mi propuesta y sean tan atrevidos como para intentar una contestación, pregunten primero a lo padres de esos mortales si hoy no creen que habría sido una gran felicidad para ellos haber sido vendidos como alimento al año de edad de la manera que yo recomiendo, y de ese modo haberse evitado un escenario perpetuo de infortunios como el que han atravesado desde entonces por la opresión de los terratenientes, la imposibilidad de pagar la renta sin dinero, la falta de sustento y de casa y vestido para protegerse de las inclemencias del tiempo, y la más inevitable expectativa de legar parecidas o mayores miserias a sus descendientes para siempre.

Declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor interés personal en esforzarme por promover esta obra necesaria, y que no me impulsa otro motivo que el bien público de mi patria, desarrollando nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo penique; el más joven tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda.



Gianni Rodari

 Pinocho el astuto (Gianni Rodari)


Había una vez Pinocho. Pero no el del libro de Pinocho, otro. También era de madera, pero no era lo mismo. No lo había hecho Gepeto, se hizo él solo.
También él decía mentiras, como el famoso muñeco, y cada vez que las decía se le alargaba la nariz a ojos vista, pero era otro Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez de asustarse, llorar, pedir ayuda al Hada, etcétera, tomaba un cuchillo, o sierra, y se cortaba un buen trozo de nariz. Era de madera ¿no? así que no podía sentir dolor.
Y como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo se encontró con la casa llena de pedazos de madera.
—Qué bien —dijo—, con toda esta madera vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.
Hábil desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se quedó sin madera.
—Ya sé —dijo—, tengo que decir una mentira.
Corrió afuera y buscó a su hombre, venía trotando por la acera, un hombrecillo del campo, de esos que siempre llegan con retraso a tomar el tren.
—Buenos días. ¿Sabe que tiene usted mucha suerte?
—¿Yo? ¿Por qué?
—¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha ganado cien millones a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.
—¡No es posible!
—¡Cómo que no es posible...! Perdone ¿usted cómo se llama?
—Roberto Bislunghi.
—¿Lo ve? La radio ha dado su nombre, Roberto Bislunghi. ¿Y en qué trabaja?
—Vendo embutidos, cuadernos y lámparas en San Giorgio de Arriba.
—Entonces no cabe duda: es usted el ganador. Cien millones. Le felicito efusivamente...
—Gracias, gracias...
El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a beber un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca había comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse de una equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó, cepilló ¡y terminado! Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.
Cuando terminó de arreglar la casa, decidió dedicarse al comercio.
—Venderé madera y me haré rico.
Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros trabajando y doce contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles y dos autovías. Los autovías no le servían para ir de paseo sino para transportar la madera. La enviaba incluso al extranjero, a Francia y a Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba de crecer. Pinocho cada vez se hacía más rico. En su almacén ya trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables haciendo las cuentas.
Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la fantasía. Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar las mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos. Pero eran mentiras de poca monta y sólo hacían crecer la nariz unos cuantos centímetros cada vez.
Entonces Pinocho se decidió a contratar a un «sugeridor» por un tanto al mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al día en su oficina pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe:
—Diga que usted ha construido la cúpula de San Pedro.
—Diga que la ciudad de Forlimpopoli tiene ruedas y puede pasearse por el campo.
—Diga que ha ido al Polo Norte, ha hecho un agujero y ha salido en el Polo Sur.
El «sugeridor» ganaba bastante dinero, pero por la noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.
—Diga que el Monte Blanco es su tío.
—Que los elefantes no duermen ni tumbados ni de pie, sino apoyados sobre la trompa.
—Que el río Po está cansado de lanzarse al Adriático y quiere arrojarse al Océano Indico.
Pinocho, ahora que era rico y super rico, ya no se serraba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados, con guantes blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos obreros: una por el trabajo que hacían y otra para que no dijeran nada. De vez en cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también los invitaba a un vaso de agua mineral.
                                                      
                                                                          Primer Final

Pinocho cada día enriquecía más. Pero no creáis que era avaro. Por ejemplo, al «sugeridor» le hacía algunos regalitos: una pastilla de menta, una barrita de regaliz, un sello del Senegal...
En el pueblo se sentían muy orgullosos de él. Querían hacerle alcalde a toda costa, pero Pinocho no aceptó porque no le apetecía asumir una responsabilidad tan grande.
—Pero puede usted hacer mucho por el pueblo —le decían.
—Lo haré, lo haré lo mismo. Regalaré un hospicio a condición de que lleve mi nombre. Regalaré un banquito para los jardines públicos, para que puedan sentarse los trabajadores viejos cuando están cansados.
—¡Viva Pinocho! ¡Viva Pinocho!
Estaban tan contentos que decidieron hacerle un monumento. Y se lo hicieron, de mármol, en la plaza mayor. Representaba a un Pinocho de tres metros de alto dando una moneda a un huerfanito de noventa y cinco centímetros de altura. La banda tocaba. Incluso hubo fuegos artificiales. Fue una fiesta memorable.
                                                       
                                                                     Segundo Final

Pinocho se enriquecía más cada día, y cuanto más se enriquecía más avaro se hacía. El «sugeridor», que se cansaba inventando nuevas mentiras, hacía algún tiempo que le pedía un aumento de sueldo. Pero él siempre encontraba una excusa para negárselo:
—Usted en seguida habla de aumentos, claro. Pero ayer me ha inventado una mentira de cuarta; la nariz sólo se me ha alargado doce milímetros. Y doce milímetros de madera no dan ni para un escarbadientes.
—Tengo familia —decía el «sugeridor»—, ha subido el precio de las papas.
—Pero ha bajado el precio de los bollos, ¿por qué no compra bollos en vez de papas?
La cosa terminó en que el «sugeridor» empezó a odiar a su patrón. Y con el odio nació en él un deseo de venganza.
—Vas a saber quién soy —farfullaba entre dientes, mientras garabateaba de mala gana las cuartillas cotidianas.
Y así fue como, casi sin darse cuenta, escribió en una de esas hojas: «El autor de las aventuras de Pinocho es Carlo Collodi».
La cuartilla terminó entre las de las mentiras. Pinocho, que en su vida había leído un libro, pensó que era una mentira más y la registró en la cabeza para soltársela al primero que llegara.
Así fue cómo por primera vez en su vida, y por pura ignorancia, dijo la verdad. Y nada más decirla, toda la leña producida por sus mentiras se convirtió en polvo y serrín y todas sus riquezas se volatizaron como si se las hubiera llevado el viento, y Pinocho se encontró pobre, en su vieja casa sin muebles, sin ni siquiera un pañuelo para enjugarse las lágrimas.
                                                    
                                                                               Tercer Final

Pinocho se enriquecía más cada día y sin duda se habría convertido en el hombre más rico del mundo si no hubiera sido porque cayó por allí un hombrecillo que se las sabía todas; no sólo eso, se las sabía todas y sabía que todas las riquezas de Pinocho se habrían desvanecido como el humo el día en que se viera obligado a decir la verdad.
—Señor Pinocho, esto y lo otro: ponga cuidado en no decir nunca la más mínima verdad, ni por equivocación, si no se acabó lo que se daba. ¿Comprendido? Bien, bien. A propósito, ¿es suyo aquel chalet?
—No —dijo Pinocho de mala gana para evitar decir la verdad.
—Estupendo, entonces me lo quedo yo.
Con ese sistema el hombrecillo se quedó los automóviles, los autovías, el televisor, la sierra de oro. Pinocho estaba cada vez más rabioso pero antes se habría dejado cortar la lengua que decir la verdad.
—A propósito —dijo por último el hombrecillo— ¿es suya la nariz?
Pinocho estalló:
—¡Claro que es mía! ¡Y usted no podrá quitármela! ¡La nariz es mía y ay del que la toque!
—Eso es verdad —sonrió el hombrecito.
Y en ese momento toda la madera de Pinocho se convirtió en serrín, sus riquezas se transformaron en polvo, llegó un vendaval que se llevó todo, incluso al hombrecillo misterioso, y Pinocho se quedó solo y pobre, sin ni siquiera un caramelo para la tos que llevarse a la boca.

Alejandra Pizarnik

 Diálogos (Alejandra Pizarnik)

-Esa de negro que sonríe desde la pequeña ventana del tranvía se asemeja a Mme. Lamort -dijo.
-No es posible, pues en París no hay tranvías. Además, esa de negro del tranvía en nada se asemeja a Mme. Lamort. Todo lo contrario: es Mme. Lamort quien se asemeja a esa de negro. Resumiendo: no solo no hay tranvías en París sino que nunca en mi vida he visto a Mme. Lamort, ni siquiera en retrato.
-Usted coincide conmigo -dijo-, porque tampoco yo conozco a Mme. Lamort.
-¿Quién es usted? Deberíamos presentarnos.
-Mme. Lamort -dijo-. ¿Y usted?
-Mme. Lamort.
-Su nombre no deja de recordarme algo -dijo. 
-Trate de recordar antes de que llegue el tranvía. 
-Pero si acaba de decir que no hay tranvías en París -dijo.
-No los había cuando lo dije, pero nunca se sabe qué va a pasar.
-Entonces esperémoslo puesto que lo estamos esperando.

Roberto Fontanarrosa

 ELLA DIJO  (Roberto Fontnarrosa)


Vamos a ver, vamos a ver, vamos a pasar todo de vuelta para no caer en contradicciones ni en engaños ni nada de eso. Vamos por parte, arrancando desde el comienzo, desde el principio. Ella estaba parada en la esquina. Muy bien. Ella estaba parada en la esquina y yo le dije “Hola, qué tal”… ¿Así le dije yo? O “Hola” nada más. No, yo le dije “Hola qué tal”, de eso me acuerdo seguro. “Hola, qué tal”. Ella me había visto y… pero… No… Vamos a la verdad de la cosa ¿Ella me había visto? ¿En realidad ella me había visto venir por Urquiza? Porque no se sorprendió, me dijo “Hola” como si ya me hubiera visto venir. O tal vez no, no me vio y lo que pasa es que es poco demostrativa y no se sorprende tan fácilmente. O miraba para mi lado pero en realidad estaba mirando a ver si venía o no venía el ómnibus, como tantas veces que uno mira a lo lejos y no ve lo que está más cerca. Es muy probable, muy pero muy probable que ella no me haya visto venir. Entonces yo me acerco, la encaro — porque la verdad de la milanesa es que yo la encaré bien encarada, como se debe hacer— yo la encaré y le dije “Hola qué tal”. Hasta ahí va bien. Muy bien vamos hasta ahí. Después… pero… No. No nos vamos a engañar, digamos las cosas descarnadamente. Lo único que me falta es que me haga el verso a mí mismo, seamos sinceros… ¡La mina no podía dejar de verme, querido! Ella me vio, bien que me vio cuando yo venía, pero se hizo la tonta, bien la tonta que se hizo, para ver si, en una de ésas yo pasaba de largo, sin darle bola ni pararme a hablarle ni nada de eso. Ésa es la cosa, aunque duela, ésa es la cosa, mi viejo ¿Para qué nos vamos a engañar? ¿Para qué nos vamos a decir una cosa por otra? Se hizo la tonta porque mirando para el lado donde estaba mirando tenía que ser ciega para no verme ¡Si yo venía de frente! ¡De frente a ella venía! Aunque… tal vez tal vez sea una de esas minas, de esas personas, bah, que parecen que están mirando algo pero están en Babia, miran sin ver, están perdidas en sus mundos personales, son gente con una intensa vida interior. Y me parece que esta mina es de esa clase de gente. Se la ve sensible, sensitiva, etérea, qué sé yo… Carismática. Por ahí no me reconoció al venir. Digamos, no estaba acostumbrada a verme ahí, por esa calle. Hay que considerar que me ve siempre en el club y hay que dejar en claro que yo me desvié bien desviado de mi recorrido habitual solo para encontrarla. Eso hay que considerar. Yo fui allí con la peor de mis intenciones, viejo lobo en celo en época de cacería. Después de todo, cuando yo le dije “Hola qué tal”…. ¿Yo le dije “Hola qué tal” o ”Hola cómo te va”. “Hola qué tal” le dije yo, ”Hola qué tal” ¡Puta qué tonto! ¡Debería haber grabado la conversación! Cuando yo le dije eso, ella me miro un instante, un solo instante como si no me reconociera, ésa fue la impresión que tuve. O por ahí no me escuchó muy bien ¿Será sorda? Me muero. Primero chicata que mira sin ver y después sorda. O se hacía la tonta, digamos la verdad. Se hacía la tonta como para disimular el no haberme saludado antes. Más bien se tiró el lance de que yo pasara por al lado y no le dirigiera la palabra O, por ahí, es distraída, ahí está el punto. Distraída como son estas minas así, tan lindas. Están en otra cosa, en otro mundo, en otro nivel ¡Y qué linda estaba ayer! Hermosa, así, con el pelo recogido. No sé si no le queda mejor la cola de caballo que el pelo recogido, mirá lo que te digo. Y ese look,, con el jogging de gimnasia, la pollera tableada y las medias tres cuartos. Por suerte no estaba con esa musculosa violeta ajustada que le vi en el verano porque si estaba con esa violeta nomás me caigo muerto al piso, no me sale una palabra de la boca. En donde me paro frente a ella ahí nomás se me cortan todas las cuerdas vocales de un solo saque y no me sale una palabra. Si estaba con la musculosa violeta yo iba a empezar a gesticular y en vez de darme bola me iba a dar una moneda de limosna esta mina. Por otra parte, si hubiera estado con la musculosa violeta se hubiera muerto bien de frío la pobrecita porque el tornillo que había ayer a la tarde era considerable, te cuento. Pero lo cierto, lo cierto de todo, lo... ¿cómo diríamos? lo pragmático, es que me contestó “Hola”. Bien, así nomás, contestó “Hola”. Yo le dije “Hola qué tal” y la mina contestó “Hola”. Ni una cosa terrible tipo ”Hola mi cielo, mi amor, cómo estás!”, pero tampoco me mandó a la m… ni esas cosas. O hubiera podido quedarse callada también, después de todo ¿Por qué no? Si en el club nunca nos habíamos hablado antes. Nos veíamos, sí, yo la miraba todo el tiempo y eso, pero hablar lo que se dice hablar, hablar, nada. Ni un cabeceo siquiera, yo soy tan tonto que no me animaba. Hay que ser tonto. Pero ahora se acabó, ahora es otra cosa. Ahora Miguelito ha tomado otra actitud y va a los bifes. Encara, apura, exige. Lo pensé y lo hice. “Hola qué tal” dije. Y ella contesó “Hola”. Ni bien ni mal, no exageremos tampoco. Ni es una respuesta para enloquecerse ni tampoco para tirarse debajo de un tren por fría y desinteresada, no. “¿Estás esperando el ómnibus?” le pregunté entonces. No… no… eso fue después. Lo del ómnibus fue después de eso. Yo le pregunté primero “¿Qué hacés?”. Eso mismo. Yo le pregunté “¿Qué haces?”. Una formalidad, digamos, pero que demuestra cierto interés de uno por la actividad de ella, digamos, como que su actividad no te resbala, no te pasa desapercibida. Tal vez debería haberle preguntado algo más inteligente, más profundo ¡Soy un tonto! Días, meses, años preparando el encuentro y no haber pensado en otra pregunta más interesante. Algo referido al cine de Kurosawa, por ejemplo, o al teatro, algo que diera pie para una conversación más comprometida. Pero… mejor no. Mejor no apresurar tanto las cosas. Estuve bien. Estuve bien. Paso a paso, despacito. Nada de atropellarla. No es mi estilo por otra parte. “¿Qué hacés?” Incluso corto, seco, tajante, a lo Mickey Rourke. Nada de “¿Qué hacés?” María, o Isabel, o como se llame. “Peti” creo que le dicen y no le voy a decir Peti a la primera de cambio. “¿Qué hacés?”. Cortito, exacto, económico digamos… ¿Qué dijo ella entonces? “Bien”, dijo. “Bien”, créase o no. Ella contestó “Bien”. Pienso que confundió las preguntas, creyó que yo le había preguntado “¿Cómo estás?”, otra gilada, otra formalidad. Pero es posible, digamos, es seguro que ella creyó eso. No me trago la teoría de que sea sorda. Más bien me confirma lo de su distracción. La cosa es que contestó “Bien”. Cortita también. Como quien no quiere descubrir sus emociones. Como quien no quiere mostrar todas las cartas cuando alguien la apura como la apure yo, bien apurada… También podía estar hinchada las…, seamos sinceros. Y si hay que ser crueles seamos crueles. Por ahí me vio y se la imaginó. Se dijo, “Este tonto me va a venir a atracar, ya me lo veo”. Porque esas minas tan pero tan lindas ya tienen toda una cultura, una prevención con respecto al atraque. ¡Si todos se las quieren levantar! ¡Es un infierno! Ven bajo el barro estas minas. Y eso que yo fui sin mostrar mis intenciones. Bien manso que fui. Si ella se hacía la difícil bien que yo podía decirle “¿Pero vos te pensás que lo que yo intento es atracarte? ¿Quién te crees que sos, Kim Basinger te creés que sos?” le hubiera podido decir. Pero la verdad de la milanesa, la realidad pura, señor mío, mal que le pese a todos los que andan detrás de ella, es que la mina no me rebotó. Me dijo “Bien”, equivocada o no, y me dio pie para seguir con la conversación, ésa es la cosa. Si me hubiera dicho “¿Y a vos qué te importa?” hubiese sido otra cosa y, ahí sí, admito que el intento se podría haber considerado un fracaso. Pero no fue para nada así. Por eso digo que el asunto fue un gran adelanto, mi querido ¡Miguelito viejo, nomás! Un gran adelanto. De no poder ni saludarla en el club, por el miedo o por las circunstancias, a poder ahora hablar con ella cuando se me cante y volver a encararla en el club, hay un gran paso ¿Es un adelanto o no es un adelanto? Tal vez ella, sí… un poco… no nos vayamos de boca… un poco fría, friona. Fría por demás, acordemos. Porque… bien podría haber sonreído un poco. No digo mucho, un poco. Algo, como de compromiso. Aunque yo la he visto bastante seriota en el club. Por ahí es su manera de ser. Por ahí tiene algún quilombo grande en su vida. Por ahí tiene el viejo enfermo o… Pero… Después de que ella dijo “Bien” ¿qué vino? Ah… yo le pregunté si estaba esperando el ómnibus. Le pregunté, sí… Seriota… ¡Hay que ser tonto para disfrazar las cosas! Seriota… ¡Cómo si no la hubiera visto morirse de risa con el rubio idiota éseen el club! Seria conmigo, en todo caso. Con el rubio bien que se moría de risa. Aunque tampoco hubiera sido muy lógico que se muera de risa con lo que le preguntaba yo. Si venía el ómnibus o qué estaba haciendo. Un tipo casi desconocido como yo, para colmo. Tendría que ser una tarada total, una imbécil. Vamos a tratar de ser sinceros y autocríticos hasta el dolor si es necesario, pero tampoco es la cosa tirarse abajo… ¿De qué se iba reír la pobre mina con las tonterías que yo le preguntaba? ¿Cómo fue que le dije? ¿Estás esperando el ómnibus? Así le dije. Y ella me contesta “Sí”. Es notorio que seguía atenta la conversación. Miento. Dijo “Sí, el 112”. Se ve que quería darme una satisfacción, informarme un poco más. O darme un dato de para donde rumbeaba. No, eso es una pavada, porque después me dijo por donde vivía ¡Ahí tenés otro punto muy positivo! Muy seca, muy calladita, pero se dio maña para decirme por donde vivía “Si el 112”. Será muy distraída pero sabía el ómnibus que tenía que tomar. “¿Vivís lejos? Le dije. “Mendoza al 3000″ contesta. No, primero dudó… “Sí… No” se contradijo. “Sí… No… Mendoza al 3000”. Entonces… ¿Qué pasó después? Ah… se hizo el silencio, ¡Se hizo el silencio! Una brecha, un buco ¡Qué tonto! Me quedé sin nada que decir, qué imbécil. Cuando me acuerdo me hace mal ¿Cómo ese puede ser tan tonto? Porque fue un silencio incomodísimo, estúpido… ¿Cómo llamarlo?… Precario… Porque no fue que los dos nos quedamos en silencio tratando de disfrutar la belleza del momento, no. El silencio se alargaba, se alargaba y a mí no se me ocurría nada para decir. Por suerte ahí no sucumbí a la tentación de decirle “Bueno, chau” y pirarme con la cola entre las piernas, escapando de ese tormento. En eso estuve bien, tuve la templanza de superar ese impulso. Me sobrepuse, enfrié la cabeza y le metí para adelante. “Ah… lejos” le dije. Ya sé, ya sé, una pavada insigne. Pero un recurso más que apropiado para salir del paso. Tanto que ella, y como para evitar caer en otro pozo, tal vez para alentarme, enseguida dijo “¡Qué frío hace!”… ¡Y ése era el momento! ¡Ése era el momento, Dios mío! ¿Cómo pude haberlo dejado pasar? ¡Ese era el momento para decirle “¿Querés ir a tomar un café?” ¡Ese era el momento exacto! Ella tenía frío, estaba oscureciendo y me daba el pie, para colmo; yo tenía que aprovecharlo invitándola a tomar un café, ahí estaba el tiro, mi querido. Y… ¿por qué no lo hice? ¿Por qué? Un poco por miedo, es cierto. Una pregunta de ésas es ya desnudarse completamente, dejar al descubierto los más bajos instintos, pero otro poco porque no se podía, no era posible. Yo estuve bien, pese a todo lo que quiera torturarme, estuve bien. La mina estaba esperando el ómnibus, tenía que volver a la casa, la estaban esperando los viejos, creo que hasta tiene el viejo enfermo y no tenía tiempo para ir a tomar un café. Eso era. Por eso no lo hice. El ómnibus podía aparecer en cualquier momento, por otra parte. Es cierto que yo no lo veía, pero lo intuía, lo olfateaba en el aire. Los ómnibus aparecen de improviso, andan a lo loco, y yo no iba a andar invitándola a un café cuando la piba estaba esperándolo. Y eso que tenía guita para invitarla y todo, te cuento. Pero no me pareció prudente. Es una cosa de respeto hacia la otra persona, hacia el ser querido. No me pareció que… ¡Mentira! ¡Soy un tonto, un idiota atómico! ¡Tenía que invitarla a tomar un café! Dejar sentado un precedente. Aun sabiendo que ella no iba a aceptar porque estaba muy apurada. Y todavía mejor si no aceptaba porque no era mucha la guita que yo tenía, aun yendo preparado. Clavar una pica en Flandes era la cosa, ¿era Flan-des? Hacerle saber bien claramente que el mío es un interés sincero, que yo no vengo con buenas intenciones, que conmigo no cuente como amigo, que a mí no me venga con confidencias de otros noviazgos. No. Tenía que invitarla. Admitámoslo, fui un tonto. Y en eso, para colmo, viene el ómnibus. Yo creo que ahí se empezó a desbarrancar el tema. Ella dijo “Allí viene”, siempre mirando lejos, siempre los brazos cruzados sobre el pecho, apretando los libros de inglés. “Allí viene”. “¿Quién?” dije yo, siempre idiota. ¡Temí que fuera un novio, el rubio, por ejemplo! Te juro que me corrió un escalofrío por la columna, aparte del frío helado que hacía anoche. “El ómnibus” dijo ella. Entonces yo le pregunto, le digo… ¿cómo le dije?… “¿Vas a andar por el club?” ya cuando se subía al ómnibus. Porque… ¡qué rápido que llegó ese maldito hasta la esquina! Después dicen que el servicio urbano es malo. Ella dijo que venía el ómnibus y dos segundos después el ómnibus ya estaba en la esquina. Después quieren que no haya accidentes corriendo estos malditos como corren. ”Sí… No… No sé…” otra vez sus clásicas indecisiones. Ya me tiene podrido con esa indefinición. No sé si es tan inteligente como parece. “Sí… No… No sé…” me dice, subiéndose… “En una de ésas”… Al menos me tiró una esperanza, me dejó abierta una puertita, hasta creo que se sonrió al despedirse… ¿Qué le dije yo, en ese momento? “Nos vemos, entonces” le dije. Una cosa optimista, arriba, un canto a la vida, a la esperanza. Y dando por cerrado el diálogo, sin darle tiempo a agregar nada. Quedándome con la última palabra. Hay que hacer así. A estas minas es como a Maradona, no hay que darles tiempo a pensar. Si lo dejás dar vuelta te pinta la cara, te disfraza el Diego. Con estas minas es lo mismo. “Nos vemos, entonces”, en afirmativa, poniendo yo las condiciones, seguro de mí mismo ¡Vamos Miguelito! Bien, bien, muy bien lo mío. Bien yo, bien yo, muy bien yo. Porque ahora, el sábado, puedo ir al club y encararla directamente, preguntarle algo de nuestro pasado en común. “¿Qué tal el viaje?” por ejemplo. Ahí está. “¿Qué tal el viaje?”. ¿Y si está con el rubio? ¡Mejor, querido, mejor aun! Total, yo no la ofendo ni le digo a ella nada grave. Me acerco y le digo “Hola Peti ¿qué tal el viaje el otro día?” Y el rubio que se muerda los codos. Porque yo, con esa frase, con esa pregunta, estoy dando por sentado un episodio en común, un hecho compartido, en el cual él ha quedado completamente out, afuera, de lado, a la mierda, mirá lo que te digo. Ya está. Muy bien, muy bien… muy bien yo. Es así… Así son las cosas… ¡Qué querés que te diga! Seamos realistas… Miguel, seamos realistas… No me dio ni cinco de pelota. Me contesto así, al voleo, por educación. Porque es una mina educada y no me quiso escupir en la cara. No me quiso cortar el rostro. Pero no me dio ni cinco de pelota. Ni se alegró de verme ni le causó ningún placer conversar conmigo, vamos a la verdad pura de la milanesa. Mejor que dejemos el asunto de lado, de una buena vez por todas y nos dejemos de joder. Caso cerrado. Derrota total. A otra cosa. Basta con la Peti. Se acabó. Nuestra relación ha terminado. A la lona… Pensemos mejor en la Valeria que estará fulera pero me da bola. Bah, pienso que si la encaro me dará bola. Al menos me busca, me habla, me mira cuanto más no sea. No será tan linda como la otra, pero ahí se vislumbra una posibilidad al menos. Vamos adelante con la Valeria. Chau. Listo el pollo. A ver, a otro tema… ¿Cómo forma Central el domingo? En el arco, el Oso. Muy bien, perfecto… ¿Quién va de cuatro? Di Leo, el Camello Di Leo. Me gusta… De dos… Pero ella se sonrió al subir al ómnibus. O yo soy muy tonta o juraría que ella se sonrió al subir al ómnibus. Como un rictus, como un algo pero ella se sonrió. Además, me tiró el dato de por donde vivía. Ella dijo… ¿cómo fue que ella dijo? Ella dijo…

Algunos de Oliverio Girondo

 Espantapájaros N° 11 (Oliverio Girondo)


Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
   Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.
   ¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura!
   ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
   Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.
   Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
   Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento de enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
   De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
   Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferibles a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya se va a extinguir, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.
   ¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

Creía ver un elefante (Lewis Carroll)

                                         Creía ver un elefante (Lewis Carroll)

Creía ver un elefante, 
un elefante que tocaba el pífano;
mirando mejor vio que era
una carta de su esposa.
“De esta vida, finalmente –dijo-
¡siento la amargura!”

Creía descubrir un Búfalo
instalado sobre la chimenea;
mirando mejor vio que era
la sobrina de su cuñado.
“Sal de aquí –dijo-
¡o llamo a la policía!”

Creía ver una serpiente de cascabel
que le interrogaba en griego;
mirando mejor vio que era
la mitad de la próxima semana.
“¡Lo único que siento –dijo-
es que no pueda hablar”.

Creía ver una inferencia
demostrando que él era el Papa,
mirando mejor vio que era
un pedazo de jabón de mármol.
“¡Dios mío –dijo- un hecho tan funesto
Destruye toda esperanza!”